Formato: Digital
- Tamaño del archivo: 1082 KB
- Longitud de impresión: 237
- Editor: Ediciones B
- Género: Comedia romántica
Protagonistas: Sara y Nicolás:
Estos son los personajes femeninos en los que me he basado:
Booktrailer:
A LA CAZA DE UN SEDUCTOR
Prólogo
Con
paso decidido, Sara cruzó el verdoso parquecito que adornaba la entrada de la
Ciudad de la Justicia. Traspuso las grandes puertas de cristal y se dirigió al
puesto de control. Armando, el guardia civil que controlaba las entradas y
salidas, la saludó con una brillante sonrisa.
—¿Otra
vez por aquí, letrada?
—Me
temo que sí, Armando —le respondió ella con tono apagado.
—Vaya,
no parece usted muy alegre hoy. ¿Un día duro? —apuntó observando el aura de
tristeza que la rodeaba.
—Peor,
me siento como si fuese la primera vez que vengo al juzgado. —Y sin que él la
oyese señaló—: Bueno, y en cierto modo así es.
—Tranquila,
eso nos ha pasado a todos. Verá como mañana ve las cosas de otro color. No hay
nada que no se arregle con un sueño reparador. —Sara pensó en su problema y deseó
que pudiese desaparecer tan fácilmente. No, lo suyo no se solucionaba
durmiendo.
—Eso
espero —le contestó, mientras pasaba por su lado—. Que tenga un buen día,
Armando.
—Lo
mismo le digo, abogada. —Inclinó la cabeza a modo de despedida y observó el contoneo
de las caderas de la atractiva joven. Suspiró. «Si tuviese veinte años menos…»
Las
puertas del ascensor se abrieron y Sara emprendió el camino hacia el mostrador.
Un recorrido que había hecho cientos de veces, pero que ahora se le antojaba
diferente, quizá porque esta vez le atañía directamente…
Miró
el reloj. Nueve menos diez. Bien, tendría que aguardar hasta que llegase su
turno. Se dirigió a la zona de espera y tomó asiento. De reojo observó a la
mujer que hablaba con la auxiliar y un extraño nerviosismo invadió cada poro de
su piel. Cerró los ojos e inspiró. ¿¡Que le pasaba!? Esto era lo que tanto
había deseado, ¿no? Taconeó con sus stilettos
negros y entrelazó las manos, masajeando inconscientemente la preciosa alianza
que todavía decoraba su dedo anular.
Su
corazón, ya de por sí agitado, sufrió una sacudida cuando un estruendo seguido
de un poderoso «¡¡¡aaayyy!!!» sonó tras ella. Observó la escena con el ceño
fruncido; una joven había arrollado a un hombre y ahora se encontraba encima de
él, rodeados por un montón de papeles. La rubia del abrigo fucsia se puso en
pie con dificultad y se deshizo en disculpas con su víctima, quien farfulló
algo acerca de «la gente que no mira por dónde va», recogió sus documentos y
desapareció entre maldiciones.
Sara
cerró los ojos y pidió paciencia. A continuación lanzó una mirada colérica a
esa mujer metomentodo que conocía demasiado bien.
—Bea,
¿se puede saber qué haces aquí? ¡Te dije que te mantuvieses al margen! —le
susurró enfurecida, antes de darle la espalda. La otra, lejos de amilanarse por
sus ácidas palabras, se sentó a su lado, mientras se recolocaba las gafas del
mismo tono de su abrigo.
—¡Estás
cometiendo un error, boba, y alguien tiene que impedirlo!
—Ah,
y esa eres tú, cómo no —rio con ironía—. Refréscame la memoria, Bea. ¿No eres
la misma que hace unos meses dijo que los tíos son como las hadas, mueven su
varita mágica, hacen un milagro y desaparecen, y que por eso nosotras debemos
usarlos y remplazarlos a la menor oportunidad?
—Consejo
que sólo escuchas cuando te interesa, como ahora. También he dicho muchas veces
que si encuentras a uno que se parezca al café, será tuyo para toda la vida.
—¿¡Cómo!?
—Esos
que saben bien, son calientes y te mantienen despierta toda la noche —soltó una
carcajada.
—Déjate
de frasecitas tontas y márchate. Quiero hacer esto sola, será más fácil para
mí.
—¿¡Cómo
puedes ser tan lista para algunas cosas y tan ciega para otras!? —extendió los
brazos hacia arriba y exclamó—. Oh, Dios, ¿por qué le das pan a quien no quiere
comer y a otras nos matas de hambre? Con semejante hombre yo…
—¡Cállate!
Basta, Bea. Sé qué es lo que más me conviene. Acéptalo, yo ya lo he hecho.
—Pero…
—Por
favor, no me lo pongas más difícil. —Sara se levantó y se acercó al mostrador
que ya estaba vacío. Era su turno.
—Abogada,
qué placer verla de nuevo —expresó la auxiliar que la atendía—. ¿Qué tenemos
hoy?
—Vengo
a ratificar mi demanda de divorcio. Si eres tan amable…
—¿Us…
usted? —la cortó la trabajadora, con la sorpresa reflejada en el rostro—. Yo… disculpe,
deme un momento, voy a por los papeles.
Ahora
que el desenlace de su historia se acercaba, la desolación de Sara no conocía
límites. La seguridad de la que había hecho gala en las últimas horas se esfumó
de pronto para ser sustituida por la indecisión. Con el corazón desbocado
aceptó los documentos que la empleada le entregó. Los observó una y otra vez,
petrificada, ¿por qué no era capaz de dar el paso?
—¿Necesita
un bolígrafo?
—No,
gracias, tengo el mío. —Con manos temblorosas rebuscó por el bolso. Sacó las
llaves, el monedero, los pañuelos, el pintalabios… «¿Dónde leches estaba el
boli?»
—Sara
—la llamó su amiga acercándose—. Toma el mío. Acabemos con esto. —Cuando lo
cogió, Sara sintió un apretón en su mano, alzó la mirada atribulada y le permitió ver
el sufrimiento que realmente sentía. Trató de recomponerse y retener esas
lágrimas que amenazaban con salir.
Respiró
profundamente e intentó reunir valor. ¡No podía! Cerró los ojos y contó hasta
tres. «Vamos, Sara, es lo mejor. No seas cobarde. Tienes que hacerlo, ¡no hay
otra salida para vosotros! ¿O es que quieres acabar con el corazón destrozado?
¡No puedes enamorarte de él! ¡Firma!». Acarició la hoja y sonrió con verdadera
pena. ¿A quién quería engañar? Quería a ese hombre, se le había metido en la
piel. Por eso, por él, debía firmar. Se merecía ser libre. Quitó la tapa y
acercó la tinta al papel. Había llegado el momento de decir adiós al amor de su
vida.
De
repente, una voz retumbó por el pasillo.
—¡¡¡Sara,
no firmes!!! Ni se te ocurra hacerlo. —Incrédula, dio un respingo. El pulso se
le aceleró al tiempo que giraba el cuerpo. Con lágrimas desbordadas por el
rostro caminó nerviosa hacia su esposo.
—Por…
¿por qué? —acertó a entonar.
—Porque
te quiero.
1
Sara
Lago Maldonado, abogada especializada en derecho de familia (vamos, lo que
comúnmente se conoce en la práctica como de divorcios) soltó una estruendosa
carcajada que rompió el silencio reinante en el pequeño despacho cerrado.
Cogió, casi con reverencia, el calendario que formaba parte de los elementos
que componían su mesa de trabajo y destapó un rotulador permanente, al tiempo
que señalaba una fecha. La de hoy: veintiocho de febrero.
Con
ironía sonrió al destino. Muy pronto, exactamente en unas horas, Luis Pineda
Ocaña se postraría ante ella y por fin le pediría que fuese su esposa. Sí,
puede que esos anhelos fuesen algo retorcidos para alguien que se dedicaba
laboralmente a separar parejas. Pero, en el fondo, era una romántica. Y,
después de cinco años esperando a ese «sí quiero», ya le tocaba. Luis se estaba
tomando su tiempo, vaya si lo hacía.
Lo
cierto es que nunca creyó que ese momento llegaría, pues Luis siempre afirmaba
que él no era hombre de bodas y niños. Al principio pensó que era un farol, pero
con el paso de los años comenzó a creer que sus palabras eran ciertas, sobre
todo, cada vez que una de sus amigas se casaba y tenía hijos. Casi había
perdido la esperanza hasta que lo encontró.
Esa
misma mañana, la de su aniversario, había salido a trompicones de la cama;
muerta de sueño se dirigió a la cocina y chocó con una de las sillas, tirándola
al suelo y volcando la chaqueta que descansaba apoyada en el respaldo. De ella,
cayó una preciosa cajita que Sara se agachó a recoger sin prestarle mucha
atención. Fue al dejarla en la mesa cuando su mente despertó y la bombillita se
encendió. Caja, más aniversario, más demasiado tiempo esperando…. ¡Se lo iba a
pedir! Temblorosa, la abrió, y un despampanante brillante la deslumbró. Sí,
puede que fuese muy ostentoso para ella y algo grande, según comprobó al
enfundarlo en su dedo anular, pero no importaba. Nada lo hacía ya, porque por
fin ese anillo había llegado.
Corriendo,
lo guardó y dejó la chaqueta en su sitio. Intentó disimular cuando él apareció
antes de irse al banco, pero no pudo abandonar esa sonrisa tonta que la
acompañaba desde entonces. Pensó en Carmina y taconeó los zapatos con alegría.
¡Menuda sorpresa se llevaría la arpía! Ya se moría de ganas de que llegase el
miércoles, día en el que las chicas se reunían, y le tapase la boca con su
sortija. Se acabaron las interminables charlas sobre bodas e hijos en las que
ella jamás podía participar, adiós a las miradas compasivas y los cuchicheos.
Ahora, Sara, a sus treinta y tres años, se vestiría de blanco; le pesase a
quien le pesase.
El
teléfono sonó sacándola de sus cavilaciones. Al descolgarlo, la voz de Bea, su
secretaria y amiga, la recibió.
—¿Sí?
—Sara,
acaba de llegar un paquete para ti. ¿Te lo llevo? —Una oleada de excitación la
invadió. ¿Sería de Luis? La verdad es que si no fuese por el anillo hasta
habría creído que no recordaba el aniversario de lo bien que disimuló. Ni
siquiera la despidió con un beso y notó cómo intentaba echarla de casa. Claro,
el pobrecito estaba preparando la sorpresa. ¿Sería en su piso? ¿La llevaría a
cenar fuera?—. Oye, ¿sigues ahí?
—¿Eh?
Sí, sí, perdona Bea. Tráemelo.
—Menos
mal. Ya pensaba que me dejarías aquí muerta de la intriga. ¡Voy! —Sara suspiró.
Tráemelo no significaba Bea ven, ábrelo conmigo y cotillea… En fin, así era su
amiga. Afirmación que reforzó cuando la puerta se abrió y una rubia de mediana
estatura entró con paso decidido portando una caja entre sus brazos. Como
siempre, las gafas de Bea iban a juego con su modelito del día, esta vez, un
azul eléctrico que destacaba sus preciosos ojos azules y acompañaba a la enorme
flor del mismo tono que le hacía de tocado. Observó cómo se acercaba a su mesa,
depositaba la caja con sumo cuidado y tomaba asiento en la silla de enfrente—. Venga,
¿a qué estás esperando?
—¿No
tienes nada que hacer? —le espetó Sara malhumorada.
—¿Bromeas?
No hay nada más importante ahora mismo que ver qué es eso y de quién. Por
cierto, se rumorea que el sobrino de los jefes va a venir. Es un tío guapísimo,
por uno así me pongo los grilletes.
—¿Ah,
sí? Bueno, la verdad es que me importa bien poco ese consentido. No sé mucho de
él, salvo que estudió Derecho en el extranjero y que no ha dado un palo al agua
desde que se graduó. O al menos eso es lo que insinúa la señora Vallejo. No
entiendo qué se le ha perdido aquí, la verdad. Pero que venga, igual aprende un
poquito de seriedad viendo cómo funciona un bufete de verdad. Por cierto, ¿cómo
sabes tú que es guapo si no lo has visto nunca?
—¡No
me puedo creer que hagas esa pregunta! Bueno, sí puedo, es que a veces se me
olvida que eres una antigualla y eso de las redes sociales está muy alejado de
ti. Facebook, querida amiga, esa cosa de la que huyes como la peste, puede ser
una fuente de información muy útil. He entrado en su perfil, que es público, y
le he echado un ojo. Y le digo, abogada, que si ser sexy fuese un delito ese
hombre estaría en la cárcel. Nicolás Rico Caballero. —Suspiró soñadora al
recordar ese rostro atractivo de cuerpo musculoso—. Y rico está el tío. Un
auténtico bombón Ferrero Rocher.
—Ya
será menos, exagerada. —Sara rio de las payasadas que hacía Bea. Luego, se
centró en la olvidada caja y la abrió. Una tarjeta precedía a lo que parecía
una prenda. ¿Su vestido de esa noche, tal vez? Agarró el papel y leyó el
contenido agrandando los ojos por la sorpresa.
—¿¡Qué pasa!? ¿De
quién es? —Bea se alzó intentando leer el contenido de la tarjeta; cansada de
esperar se la arrebató de las manos y devoró lo que allí se decía soltando una
carcajada al hacerlo—. «Feliz aniversario, hermanita. Te deseo una noche
picante… Ruth». —Releyó en voz alta Bea, mientras Sara descubría un picardías
negro y rojo.
—Definitivamente,
Ruth se ha vuelto loca. ¡No pienso ponerme esto!
—¿Y
por qué no? Sara, haz algo atrevido por una vez en tu vida.
—¡Decididamente,
no! Ya puedes llevártelo. Luis no es de esos, Bea, no creo que le gustase verme
así.
—Preciosa,
¡todos son de esos! Dale un picardías a tu Luis y lo tendrás comiendo de tu
mano toda la semana.
—¿Tú
crees?
—Y
tanto que sí. Mira, puede que él sea más convencional, y no tan fogoso como
antes, pero esto —cogió la prenda y se la puso encima— enciende a cualquiera,
amiga, créeme.
—Pero,
Bea, no me veo con algo así. Y tampoco tengo un cuerpazo… Igual no me queda
bien.
—¡Pero
bueno! Chica, tú tienes más curvas que una carretera y eso atrae más que una de
esas mujeres palo. Y si no, mírame a mí, como decía mi madre lo mío no es
gordura, es hermosura en abundancia. Ah, y tengo más de uno de esos. Los uso
bastante, puedo darte algún consejo de postura también…
Bea
se acercó a la entrada, echó la cabeza hacia atrás, alzó un pie apoyándolo en
la puerta y el brazo derecho lo colocó por encima de la cabeza con la palma
abierta. En el rostro, una sonrisa provocadora.
De
repente, la puerta se abrió y Bea se dio de bruces contra el suelo.
—¿Qué
está pasando aquí? —vociferó el señor Rico, dueño del bufete, al ver a Bea
tumbada en el suelo.
—¡Señor!
Disculpe, yo… —rompió a reír y escapó del despacho entre carcajadas.
—¿Sara?
—la aludida se apresuró a esconder la caja bajo su mesa e intentó aguantar la
risa.
—Perdone,
señor Rico. Bea estaba apoyada en la puerta cuando usted abrió, perdió el
equilibrio y el resto… ya lo sabe usted. —El señor Rico movió la cabeza con una
sonrisa. Le caía bien la secretaria, era ingeniosa la muchacha. Siempre lo
hacía reír con una de sus ocurrencias—. Si viene a por el informe del caso
González, aquí lo tengo preparado. Se lo iba a llevar ahora mismo.
—No,
no. Aunque te lo agradezco, Sara, como siempre eres extremadamente eficiente. —Tomó
asiento frente a ella. Calló y, tras una breve pausa, retomó la conversación.
Sara se percató de que se le veía algo incómodo con lo que iba a decir—. Verás,
como sabes, llevo ya un tiempo queriendo retirarme. Ya tengo una edad, Sara, y
uno necesita descansar. Aprecio mucho tu trabajo y dedicación, eres la mejor
abogada que tiene este despacho y tu porcentaje de casos resueltos
satisfactoriamente es innegable.
—Gracias,
señor Rico —contestó con las mejillas teñidas de rubor. Aquí estaba, su gran
momento. ¡Menudo día de sorpresas! Llevaba esperando esta noticia tanto tiempo…
Por fin la haría socia del bufete. Cerró los ojos saboreando ese precioso
instante, antes de hablar—. En Rico & Vallejo Abogados me siento como en
casa, desde que llegué aquí, cuando todavía hacía prácticas, usted y su mujer
han sido mis mentores. Y no tengo palabras para agradecérselo.
—Me
alegra escucharte, hija mía. Para Amparo y para mí eres mucho más que una
trabajadora. Por eso, siempre tuve claro que algún día dirigirías este equipo… —Sara
se sujetó a la silla y clavó en ella sus uñas. ¡Sí, sí, síiiii! Su gran
oportunidad. Exhaló aguardando la proposición final—. Y así iba a ser hasta que
apareció Nicolás.
«
¡Espera! ¿¡Quéee!? Tranquila Sara, respira. Cuenta hasta tres y no grites, por
lo que más quieras no se te ocurra gritar», se dijo mentalmente, controlando a
duras penas su temperamento.
—¿Ni…
Nicolás? —consiguió articular con una sonrisa forzada.
—Sí,
mi sobrino. Mi mujer te habrá hablado de él en más de una ocasión. Es el hijo
de mi querido hermano pequeño; le tenemos mucho cariño al muchacho. Para
nosotros es como un hijo. —Sus ojos se empañaron de
tristeza—. Ya sabes que desgraciadamente no fuimos bendecidos con uno. —Sara lo
observó fijamente y él carraspeó desviando la mirada—. Pues bueno, hace unas
semanas me llamó y me dijo que volvía a España y que estaba interesado en
formar parte de mi bufete, lo que me alegró muchísimo, ya que es una oferta que
le propuse hace tiempo. Podrás imaginar, querida, mi sorpresa. Por supuesto
acepté. Ese truhan necesita sentar la cabeza y no veo mejor manera de hacerlo
que a tu lado. Sé que te pido mucho, Sara, y que has trabajado muy duro para
dirigir todo esto algún día. Y así será, pero no lo harás sola, Nicolás estará
junto a ti. Creo que os llevaréis muy bien y estoy seguro de que tú también
aprenderás cosas de él.
Sara
contó hasta diez mentalmente, y tragó saliva varias veces. « ¡Ese idiota había
arruinado sus planes! ¿Aprender de él? Ja. Cuando las ranas tuviesen pelo».
—Como
usted diga, señor Rico —farfulló malhumorada—. ¿De qué área se encargará su
sobrino?
—Eso
es lo mejor, Sara, le apetece probar con el derecho de familia. De hecho, tiene
la especialidad.
—Pero,
eso es lo que hago yo, señor Rico.
—¡Claro!
Es perfecto. A partir de ahora no sólo dirigiréis esto codo con codo, sino que también
llevaréis los casos juntos.
—¡¡De
ninguna manera!! —estalló Sara.
—¿Cómo?
—Señor
Rico, ¿pretende que sea su ayudante? No estoy dispuesta. Lo siento, pero eso sí
que no.
—No,
no, Sara. Trabajaréis en igualdad de condiciones, ambos opinaréis en cada caso.
—Pero
es una locura…
—¡Está
decidido! —expresó alegre, levantándose de la silla y sonriéndole—. Pronto
apreciarás las ventajas de este cambio, Sara. —Se acercó a la puerta y cogió el
pomo. Luego, se giró hacia ella—. Seis meses.
—¿Cómo?
—preguntó totalmente abatida.
—Si
en seis meses no os ponéis de acuerdo, me replantearé todo esto. Intentadlo ese
tiempo y, si de verdad no sale bien, elegiré entre los dos. El que haya
demostrado ser el mejor será socio de Rico & Vallejo Abogados.
La
joven meditó la propuesta durante unos segundos.
—Acepto,
señor Rico —respondió finalmente. Su jefe asintió con la cabeza y desapareció.
Sara
se levantó de la silla y, en un arranque de impulsividad se quitó la falda de
tubo negro, la camisa blanca y se puso el picardías. Luego cogió el abrigo y se
lo colocó; ocultando lo que llevaba debajo. Volvió a pensar en su nuevo enemigo
y apretó con fuerza el cinturón. «Prepárate, Nicolás Rico, la guerra acaba de
comenzar», juró con una sonrisa de triunfo.
2
Bea
se percató de que seguía con la boca abierta cuando una mosca decidió
invadirla. Soltó un gritito, sacó la lengua y escupió.
—¡¡¡Beaaaaaaa!!!
—rugió Alfonso Rico mientras se quitaba las gafas de las que chorreaba algo
viscoso que a todas luces parecía la saliva de ella.
—Se…
señor Rico, yo… ¡pero hombre, qué hacía usted ahí! ¡Podría haber avisado de su
llegada!
—Lo
que me faltaba. Créame, señorita Martínez, que si hubiese sabido que me
recibiría con un…un…
—¿Escupitajo?
—La miró echando chispas por los ojos. Se mesó el cabello y respiró
sonoramente. Bea se acercó a su mesa, se sentó y compuso cara de inocente
mientras le sonreía—. ¿Desea usted algo?
—¿¡Qué!?
—Bueno,
si ha venido hasta aquí, digo yo que algo querrá, ¿no? —Se quedó callado
mientras la perforaba con los ojos. Finalmente atinó a decir: «¿Sara está
dentro?». Ella negó con la cabeza—. Salió unos segundos antes de que usted
llegase. De hecho, eso fue lo que me hizo abrir la boca, que la mosca se
colara, escupiese y se lo lanzase a usted.
—¡Pero
qué está hablando ahora! ¿Está Sara o no?
—Eh,
no. Ya se ha ido. Me ha dicho que se tomaba la tarde libre, ¿quiere que la
llame al móvil?
Alfonso
Rico fue a contestar justo cuando escuchó:
«¿Ya
te vas, Sara?»
«Sí,
Andrea. Por hoy ya está bien. Hasta mañana»
—Mire,
ahí la tiene, si se da prisa puede que la alcance… —gritó Bea al hombre que ya
corría hacia la puerta. ¿Qué sería tan urgente? Pensó en Sara y rio. Cuando la
vio salir del despacho no dio crédito. Primero porque era la primera vez que se
iba antes que ella y segundo porque al hacerlo le lanzó la caja vacía. Voló
hacia su despacho y enseguida vio su ropa apilada en la silla. Incrédula, se
acercó a la puerta desde donde la vio entrar al servicio. Seguía anonadada
cuando la maldita mosca decidió fastidiarle la tarde. Por su culpa le había
escupido al jefe.
Sara
se sentía atrevida, una sensación que no experimentaba desde hacía años.
Extrajo del bolso el pintalabios rojo y resaltó su boca con el carmín. Luego,
cediendo a un impulso, se deshizo el moño, se hizo la raya de lado y se peinó
el cabello con los dedos. Sacó el móvil y miró el whatsapp. Nada. Sonrió
pensando en que Luis la sorprendería al llegar a casa, seguramente habría
preparado una cena, o la instaría a cambiarse y se la llevaría a un restaurante
y…
La
puerta del servicio se abrió y Sara se encogió mentalmente. Inclinó la cabeza
hacia la desconocida; posiblemente sería una nueva clienta. Se apretó más el
abrigo y se recordó que no debía entretenerse. Nadie la tenía que ver en ese
estado, sería bochornoso. Rememoró la cara de su amiga cuando se despidió y sus
ojos chispearon de diversión. Sin embargo, una cosa era que Bea la viese y
otra, algún compañero o, peor aún, el señor Rico.
Esperó
a que la mujer se fuese y se acercó a la puerta. Espió la salida y lanzó un
chillido de alegría al ver que el pasillo estaba desierto. Salió apresurada y
apretó el paso, directa a su meta: el ascensor. Tocó el botón y, justo antes de
verse libre, oyó tras ella:
—¿Ya
te vas, Sara? —«Mierda», resopló, asiendo fuertemente la apertura de su abrigo.
Giró la cabeza y sonrió levemente a su compañera.
—Sí,
Andrea. Por hoy ya está bien. Hasta mañana.
—Me
alegro, ya era hora de que salieses a tu hora. Disfruta de la tarde, mañana te
veo.
Con
un movimiento de cabeza se despidió, cerró la puerta del bufete y se adentró en
el pasillo exterior, pulsando el ascensor. Tras varios segundos éste llegó,
accedió a él, presionó el botón del parking y cerró los ojos apoyando
tranquilamente la espalda en el interior del aparato elevador mientras se decía
que lo peor ya había pasado. O eso creía hasta que escuchó la voz de su jefe:
—¡¡Sara!!
¡Espera, Sara! —gritó él, apareciendo de repente y corriendo hacia ella.
Presa
del pánico, empezó a golpear el botón. «Vamos, vamos, vamos. Joder,
ciérrateeee».
Las
puertas parecieron oírla porque comenzaron a estrecharse, pero no fue
suficiente. El pie del señor Rico se coló y en menos de un segundo lo tuvo
junto a ella. Incrédula, observó cómo él trataba de recuperarse de la carrera y
se agarró fuertemente a la única prenda que la protegía de la desgracia.
—Menos
mal que he llegado a tiempo, Sara. Necesitaba hablar contigo urgentemente.
Verás, Nicolás acaba de llamar y…
Un
golpe lo silenció. Sara recibió una sacudida y fue a aterrizar encima de su
jefe. Rápidamente se apartó y se alejó todo lo que pudo, envolviéndose en su
abrigo. ¿Podría pasar algo peor? Pues sí, el ascensor se había parado.
Y
a los pocos segundos, la luz se fue.
—¿Sara?
¿Estás bien? —Alfonso extendió la palma intentando dar alcance a la chica. Se
concentró en adaptarse a la oscuridad, pero fue en vano—. ¡Muchacha! —exclamó
con histerismo.
—Estoy
bien, señor Rico. No se preocupe —dio un paso y rozó con los dedos los botones—.
Creo que deberíamos dar aviso. ¿Este ascensor no tiene timbre de emergencia?
—Si
te digo la verdad, no tengo ni la más remota idea —extrajo del bolsillo su
teléfono y tras desbloquearlo soltó un bufido audible—. ¡Tanta tecnología y
todavía no han inventado un móvil con cobertura en este tipo de sitios!
Sara
siguió toqueteando hasta que en el último pulsador sonó una estridente alarma.
—¡Estamos
salvados, señor Rico! Ahora sólo resta esperar. En unos minutos nos sacarán y
esta pesadilla habrá acabado. —Su jefe soltó una carcajada y se agachó en el suelo,
tomando asiento.
—Sara,
ya que nos toca esperar me gustaría comentarte lo que me trajo en tu búsqueda…
Uy, Sara, ¿no tienes calor? —Tosió—. Dios mío… ¡Creo que me estoy quedando sin
oxígeno —chilló haciendo ruidos con la boca, como si realmente se estuviese
ahogando. Sara pidió paciencia y se entregó a la tarea que tenía por delante,
calmar a su claustrofóbico jefe.
—Señor
Rico, tranquilícese, es imposible que nos falte el aire, pues entra por las
rendijas. Está agitado por el susto pero cuando se calme verá como todo está
bien. Sólo tenemos que aguardar la llegada de los bomberos.
—Aaaaiijjj.
Sara… —Su voz sonaba estrangulada—. Sara, ¡me ahogo! Es mi fin. Lo sé.
—¡Señor
Rico! —gritó ella mientras cruzaba la distancia que los separaba. Cogió su
móvil y alumbró con él. Ante sus ojos apareció el rostro crispado de Alfonso,
cuya frente estaba perlada de sudor. Con la mano derecha apretaba el nudo
deshecho de la corbata, que sobresalía de la camisa abierta, de la que se
observaba la empapada camiseta interior. Él yacía tirado en el suelo, como
vencido por las fuerzas. Con la luz del teléfono buscó su bolso y como pudo lo
abrió y extrajo unos papeles. Regresó al lado del que ahora lloriqueaba entre
lamentos y lo abanicó cual marajá.
Media
hora. Una hora. Hora y media… ¿¡Cuándo aparecerían los bomberos!? Sara
no sentía el brazo, durante más de cuarenta minutos abanicó sin descanso a su
jefe, y trató de apaciguarlo con suaves palabras. Estaba a punto de perder su
propia calma, cuando de los labios del otro escapó un ronquido. ¡Se había
dormido el muy desagradecido! Mientras ella sudaba la gota gorda por serenarlo.
Chorreaba de pies a cabeza, incluso él se lo señaló antes de pegar su
cabezadita.
—Sara,
pero ¿qué haces con ese abrigo? ¡Te va a dar algo! Anda, quítatelo —la regañó,
extendiendo la mano hacia ella.
—¿¡Qué!?
No, no, si tengo frío…
—¡Cómo
es posible! Si tienes la mano ardiendo —le señaló, tocándosela. Volvió a la
carga sujetándole la prenda y ella lo apartó de un manotazo—. ¡¡Muchacha!! —se
quejó.
—Siga
tumbado. ¿Quiere más aire o ya se encuentra mejor?
—¿Mejor?
Ay Sara… ¿Es que no ves que me muero? No me abandones… No dejes a su suerte a
este pobre viejo…
—¡Está
bien! Seguiré abanicándole… —respondió enfadada.
—Qué
buena eres, Sara…
Y
así fue como se durmió. Y ella se quedó a su lado, sudada, cansada y harta.
De
repente, se escuchó una voz. ¿Iban a rescatarlos por fin? La luz volvió y el
ascensor se puso en marcha. ¡Sí! Pronto saldrían de ahí.
El
señor Rico se levantó con los ojos alegres. Lejos estaba de la muerte, muy al
contrario, se lo veía fresco como una rosa. Ella, en cambio, debía presentar su
peor aspecto. Lo observó acicalándose y sonriéndole resplandeciente. Quiso
gritar, gritar como una loca, pero no lo hizo porque ella nunca perdía los
papeles. Nunca, por mucho que la provocasen.
En
cuestión de minutos las puertas se abrieron en la misma planta en la que
quedaron atrapados, o sea, la última. Toda la plantilla del bufete estaba
reunida en el rellano y al verlos estallaron en vítores. El señor Rico se
hinchó como un gallo de corral y salió a recibir a su público. Explicó a
cuantos lo escuchasen, sobre todo a los bomberos que asistían atónitos a su
relato, cómo cuidó de su asustada trabajadora. Él le había asegurado que no
morirían allí, pues confiaba en los suyos y sabía que pronto los sacarían…
Sara
resopló malhumorada y aprovechó el ajetreo para escapar por las escaleras. Huyó
de la búsqueda de Bea, quien apartada del resto intentaba hallarla entre los
presentes.
Accionó
la manivela que daba acceso a los escalones y corrió planta tras planta,
escabulléndose por los pelos de las preguntas y el desastre. ¿Cómo se le pudo
ocurrir esa idea tan idiota? ¡Se había quedado atrapada en el ascensor con su
jefe llevando un picardías!
El
bolso se escapó de sus manos justo cuando enfilaba el último tramo de escaleras
y tropezó con él. De un solo salto cayó al vacío. Pero, antes de estrellarse
contra el suelo, algo, o más bien alguien, la salvó.
Nicolás
Rico saludó al portero del edificio con un movimiento de cabeza.
—Disculpe,
señor. Tendrá que subir por las escaleras, ha habido un problema con el
ascensor y están arreglándolo —le indicó el empleado.
—¿En
qué piso queda Rico & Vallejo Abogados?
—Me
temo que en el último, señor. —Soltó una risita—. Menos mal que está usted en
forma, porque son diez plantas.
—Vaya
suerte la mía —protestó con una sonrisa. Luego se encogió de hombros y se
despidió—. Que tenga un buen día, señor…
—Romualdo.
Romualdo Fuentes. Buen día para usted también, señor.
—Mejor
Nicolás. A partir de ahora nos veremos bastante y eso de señor nunca me ha
gustado, suena muy formal y viejo. —soltó una carcajada—. Llámame Nicolás o
Rico, como prefieras.
—Disculpe,
¿ha dicho Rico? ¿Cómo el señor Alfonso Rico…?
—Soy
su sobrino.
Los
labios del otro se abrieron en una gran sonrisa.
—Qué
placer conocerle por fin. Su tío lleva días hablando de usted, ya me había
dicho que sería su sucesor.
Nicolás
hinchó pecho y asintió con la cabeza.
—Sí,
desde hoy mismo tomaré las riendas.
—Siempre
creí que sería la señorita Sara, pero qué se yo, sólo soy el portero.
—¿Quién?
—Ha
sido la ayudante de su tío y mano derecha en los últimos años. Una joven
extremadamente seria. Eso sí, todas las mañanas me saluda con un «buenos días».
Bea, su secretaria, siempre entra con ella y es muy dicharachera. Una vez hasta
me regaló bombones y todo porque mi María había enfermado, es muy detallista,
aunque tuve la impresión de que a la abogada no le sentó bien. La riñó por
quedarse parloteando y le hizo subir tras ella.
Nicolás
rio al imaginarse a semejante ogro.
—Imagino
que la tal Sara será mi ayudante ahora —manifestó con desgana—. Espero que no
me dé muchos problemas. Bueno, cuando sepa quién es el jefe se le bajarán los
humos, ya lo verás Romualdo. Te aseguro que en un mes la tendré comiendo de mi
mano.
Y
tras esas palabras plagadas de risas, se despidió. Anduvo hacia las escaleras y
subió el primer peldaño cuando algo salió de la nada y cayó encima de él,
tirándolo al suelo y apaleando todos sus huesos.
—¡Oh!
Perdone, ¿está bien? ¡Madre mía, lo he matado! —Sara se mordió los labios,
angustiada. ¡Hoy no era su día! ¿Por qué todo le salía mal? Observó al hombre
que permanecía debajo de ella sin reaccionar y gimió—. ¡Romualdo! Traiga un
vaso de agua, ¡corra!
El
portero no daba crédito a lo que veía. Sara tuvo que repetir su nombre dos
veces hasta que reaccionó y se puso en marcha.
«¿Lo
habré matado? No me extrañaría con el golpe que se ha dado en la cabeza…»,
pensó Sara, sin darse cuenta que lo decía en voz alta.
—No,
no me ha matado, sólo necesito respirar. Si puede levantarse yo… —Sus ojos se
agrandaron y dejó de hablar al observarla. Tragó saliva y la contempló de
arriba abajo cuando ella estuvo en pie—. Vaya, si llego a saber que mi tío me
daría este recibimiento habría venido mucho antes, preciosa.
—¿¡Qué
insinúa!? ¿Y por qué me observa de ese modo?
—¿Y
cómo podría mirarte? Tentarías hasta a un santo, y te aseguro que yo no soy
ninguno.
Sara
frunció el ceño y miró hacia abajo, el picardías en todo su esplendor daba
cuenta de sus encantos. A causa de la caída, el traicionero abrigo se había
abierto y ella ni siquiera pensó en cómo iba vestida, su única preocupación era
para ese lascivo desagradecido que ahora la devoraba con los ojos. Presa de un
gran bochorno puso los brazos en jarras.
—Vuelva
a hablarme así y le haré comer sus palabras, baboso.
—¿Baboso?
Perdone, señorita —remarcó con sorna el «señorita»—. Le recuerdo que usted se
echó a mis brazos, literalmente. Y lo hizo casi desnuda. Mira, preciosa, puede
que vengas de recibir a tu amante o vayas a verle —se le acercó—, pero si me
dejas, puedo darte un placer inimaginable durante horas. Has encendido la
mecha, nena. Ahora mi fuego es tuyo, apágalo y te daré lo que me pidas.
«¿La
acababa de llamar puta? Sí, lo había hecho». Sara lo miró e hizo lo que jamás
imaginó, perdió los papeles.
Todo
pasó muy rápido.
Romualdo
llegó, Sara se acercó a él, le quitó el vaso de agua y lo lanzó contra el
rostro del desconocido. Luego, recogió su bolso y se alejó de allí con toda la
dignidad que le permitió su tacón roto. Cojeando, con el pelo revuelto y más
tiesa que un palo de escoba desfiló hacia las escaleras que daban acceso al
parking del edificio, subió a su coche y se marchó a casa.
—Ya
le dije, señor Rico, que era una joven con carácter. Lo que no entiendo es qué
hacía vestida así, ¿cree usted que irá a una fiesta de disfraces?
Enfadado,
Nicolás observó cómo la misteriosa mujer desaparecía.
—¿De
qué estás hablando, Romualdo? ¿Quién es?
—La
señorita Sara, señor.
0 comentarios :
Publicar un comentario